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Pegalajar, Jaén, Spain
Gracias por venir a recorrer estos senderos literarios que han brotado de una fontana silenciosa, sedienta de emoción y de calma. Gracias por leer estos poemas, por beber su aliento, por respirar su aroma, por destilar su esencia, por libar su néctar. Sabed que han brotado de un corazón anhelante que sueña con ser luz y ternura, primavera y sueño, calidez y verso. Mientras lo consigo sigo escribiendo, soñando, amando, enseñando, viviendo y cantando a la vida y al amor, al mar y a la tierra, a la tristeza y al llanto, al suspiro de la brisa y al deseo de los espejos, a la melancolía y a la nostalgia. La vida es como un poema que, en unas ocasiones, nos abre las puertas de paraísos ignotos, de hermosas praderas cuajadas de florecillas silvestres, de exóticos jardines, de luminosas estancias donde germinan los sueños y donde se gesta el amor, pero en otras nos aboca al temblor de los fracasos, al dolor de las heridas, al vacío de las ausencias, al llanto de las tormentas, al furor de las ventiscas, al horror de las contiendas y a la tupida oscuridad de una noche sin luceros. Espero que seas feliz mientras bebes agua de los manantiales de la poesía, de las fontanas del verso.

martes, 28 de julio de 2009

DESLUMBRAMIENTO DE AMAPOLAS Y LIRIOS

No creo que fuera la atracción por lo divino lo que encendió aquella cálida chispa que brotó en mi interior y que me acercaba a lo sagrado. Más bien sería lo humano porque en esa edad no suele verse más allá de lo puramente sensorial. O tal vez sería lo humano amalgamado con el misterio que envolvía el templo de mi niñez y que, desde mi limitada perspectiva infantil, yo vislumbraba.
Fue don Rafael, aquel sacerdote joven que olía a espliego y cuyos ojos derramaban dulzura cuando se dirigía a los niños. Sus pupilas, como un espejo fiel, reflejaban la bondad de su interior. Aquel día él se fijó en mí y me sonrió con tanta placidez y calma que yo no pude más que sentir un caluroso hormigueo en el corazón. Mis mejillas, siempre pálidas, comenzaron a despedir fuego. Entonces, con voz sosegada, me dijo:
–Te espero mañana por la tarde en la parroquia. No faltes.
No pude responderle, la gran inquietud que padecía me lo impidió. Sólo pude aseverar con el gesto. Me sentía como llamado por Dios para una misión inaudita. Fue como si Cristo me hubiera dicho: “Sígueme...”
Aquella noche tardé mucho en conciliar el sueño. La gran emoción que me embargaba me mantenía despierto. El día siguiente, engastado en las tareas escolares, transcurrió con tediosa lentitud. Ansiaba y temía el momento de encontrarme frente a don Rafael. No fui capaz de contar en casa lo sucedido. Quizá fue para no compartir con nadie la ilusión y el desasosiego que me poseían al mismo tiempo.
Mi corazón latía de forma desorbitada cuando me hallé en su presencia. Me miraba con ojos escrutadores manteniendo, sin embargo, en ellos esa chispa eléctrica que me seducía. Temí que leyera en mi mente la inquietud que se albergaba en mi pecho. Yo trataba de sonreír sin demasiado éxito en el intento.
–¿Quieres ser monaguillo? –me preguntó manteniendo su boca entreabierta con las olas de una sonrisa en los labios.
–¿Yo... don Rafael...? Es que no sé lo que hay que hacer...
–No te preocupes, muchacho. Yo te lo enseñaré todo. Vuelve mañana a estas horas y podrás comenzar el aprendizaje.
Corrí a casa y conté a mi madre lo sucedido. Se mostró favorable ante mi decisión de hacerme acólito. Supuse que ella informaría a mi padre convenientemente.
Cuál sería mi sorpresa cuando al acudir aquella tarde a la parroquia me encontré allí a mi amigo Andrés que compartía mis aspiraciones. Me alegré de aquella coincidencia. Juntos seríamos capaces de superar cualquier obstáculo que se nos interpusiera.
Don Rafael dio comienzo a las clases teóricas. Iba señalando uno tras otro los distintos utensilios, vasos y hábitos sagrados. Mencionaba su nombre y nos hacía repetirlo y después explicaba su uso y utilidad. Nuestros ojos infantiles, vivarachos e inquietos recorrían con nerviosismo aquel caudal de figuras, imágenes, formas y contornos, ajenos a nuestros intereses inmediatos tratando de retener en la mente tanto vocabulario ignoto. Andrés y yo nos vimos envueltos en una desbordante plática pedagógica que nos dejó anonadados. Luego, improvisando una ceremonia religiosa, con una paciencia infinita, fue dirigiendo nuestra actuación hasta que sus exigencias didácticas consideraron medianamente aceptables nuestras prácticas.
–Habéis de poner mucho interés y atención en lo que hacéis –repetía a menudo.
Transcurrida una semana, desempeñábamos nuestras funciones con gran habilidad. En cierta ocasión oímos decir a don Rafael que se enorgullecía de nosotros por la gran responsabilidad con que llevábamos a cabo nuestras tareas y por lo pronto que habíamos asimilado sus enseñanzas.
Uno de esos domingos de adviento que brillan con el signo imperceptible de una espera inaudita y que, a veces, aparecen envueltos en un opaco halo de hastío, cuando acabó la misa de doce y el templo quedó desierto, Andrés y yo subimos al coro obedeciendo no recuerdo qué mandato del párroco. La tediosa penumbra en que permanecía envuelta la empinada escalera fue el indicio certero de una experiencia inédita que por obra del azar viví en la agrietada soledad de una oscura dependencia. La puerta, de renegrida y cuarteada madera, muestra evidente de su antigüedad, que parecía poner veto en su deslucido umbral para no ser rebasada, permanecía cerrada. Andrés, tan intrépido como temerario, tomando brío e impulso en una carrera, con ese caudal de fuerza que poseen los niños robustos y que semeja el vigor que derrocha un potrillo desbocado, la empujó. Aquella adusta barrera, algo desvencijada por el paso del tiempo, cedió ante tan brutal embestida y nos mostró un escenario insólito. Una ingrata marea con olor rancio de aire enclaustrado se precipitó sobre nosotros. Sobrecogidos y expectantes, como dos sonámbulos, ocultando el miedo en el fondo de las vísceras, atravesamos la gruesa bóveda y penetramos en tan lóbrego aposento. Rompiendo el silencio con terroríficos alaridos y sonidos guturales espeluznantes como los espantosos graznidos de un cuervo, Andrés y yo pretendíamos infundirnos miedo el uno al otro. De súbito, Andrés, más audaz y osado que yo, retrocedió velozmente hasta la puerta y la cerró con fuerza tras de sí. La estancia quedó anclada en la más absoluta de las oscuridades. Con el alma en vilo, tanteando las paredes y volviendo sobre mis pasos, intenté abrir la puerta sin ningún éxito en el propósito. Aterrado, oía las atolondradas carreras de Andrés descendiendo los peldaños de la escalera junto con sus nerviosos gritos y risas. Mi corazón latía de forma desmesurada enzarzado en el pánico de encontrarme solo en tan sombrío lugar. Fue como si mi castillo de naipes se derrumbara de repente. Me vi envuelto en ese profundo y desgarrado silencio que golpea los oídos con ráfagas de agudos pitidos lejanos que te hacen languidecer en el desconcierto. Procuré restarle importancia al suceso para no sucumbir en el pavoroso estupor que me poseía. Pensé que Andrés subiría enseguida para liberarme de aquella inopinada encerrona. Pero no fue así.
Una vez que mis pupilas se habituaron a la tenebrosidad reinante, giré sobre mí mismo y observé con cierta dosis de asombro un haz de diminutas líneas de luz que surgían de un recuadro situado en la pared, muy cerca del techo y que, de forma rectilínea y oblicua, convergían en el suelo, donde la difusa luminosidad se expandía atenuándose suavemente con la distancia. Supuse que era un ventana. En mi lento discurrir, a tientas, con los brazos adelantados, topé con un viejo sillón. Me felicité por el hallazgo pues imaginé que me sería de gran provecho. Lo empujé despacio y, apoyándolo en la pared, me subí en el asiento. Desde aquella improvisada atalaya, después de mucho forcejear, conseguí abrir la ventana. Un raudal de minúsculas partículas de luz moteada de luminosos puntos blancos en suspensión, como alocadas golondrinas en desbandada, incidió en el local inundándolo de claridad. Pegajosos hilos de tela de araña cruzados en todas las direcciones, iluminados y refulgentes, aparecieron ante mis ojos. Entonces, con gran asombro, pude contemplar cuanto allí se hallaba: Vetustos tronos, deshilachados estandartes, descoloridos palios, sobrios candelabros, carcomidos cirios. Todo aquel instrumental permanecía recubierto por el polvo del abandono que se removía, ingrávido, levantando una nube tóxica cuando alguna fuerza lo agitaba. Todo se hallaba inmerso en el olvido de muchos años de lejanía y de reclusión, como si fuese ya un material inservible, repudiado por su inutilidad.
En ese curioso discurrir de la mirada ante tanto cachivache, observé, no sin cierta inquietud, un burdo y parduzco sayal que cubría un sarcófago de cristal en el que parecía yacer una imagen. Entonces sentí un profundo desasosiego interno o, tal vez, era la llamada a un plácido descubrimiento que auguraba deslumbrarme con su nítido fulgor de amapolas y lirios. Una oleada de vértigo semejante al pánico que se fija en las entrañas ante el desarrollo de algún hecho misterioso que escapa de nuestro control, giró en torno a mi cabeza. Sentí el irrefrenable impulso de huir de aquel apartado lugar. Pero una fuerza superior me retenía allí. Revestido de entereza, de un brusco tirón, levanté tan repugnante sudario. Un velo de polvo, tan etéreo como un soplo, levantó el vuelo osadamente para descender luego y posarse sobre otras superficies saturadas del mismo. Una vez que tan poluto manto dejó de enturbiar el aire y quedó inmovilizado por la quietud de sus moléculas, pude contemplar aquella emotiva imagen, origen de mi fascinación: Era un hermoso icono, devastado por el tiempo y la desidia. Todo Él era desgarro y silencio, soledad y desaliento. Un cuerpo lánguido y amoratado como un delicado ramillete de lirios del monte, lacerado y desmayado en vejaciones y agonías. Mas, a pesar de tanta crueldad derrochada con aquel ser inocente, no se vislumbraba en él ningún indicio de rencor. No se atisbaba en su faz el más incipiente deseo de venganza. Por el contrario un flujo divino y magnánimo, con tono bondadoso, se desprendía del Hombre-Dios vencido por la muerte como si esperara resucitar cada día en todos los corazones. La llaga de su costado era una profunda oquedad abierta al mundo que dimanaba perdón para redimir a todos los hombres. Su rostro, renegrido y ensangrentado, reflejo de las amarguras que padeció, parecía aglutinar en su demacrada piel todo el dolor del mundo. Su pecho, marchito y hundido, lastimado por tanto escarnio padecido, permanecía ansioso por amparar bajo su protección a todos los seres humanos. Sus pies, taladrados por los clavos, descansaban ávidos por recorrer los caminos del amor y la concordia. Sus enjutas manos, decrépitas y amoratadas, surcadas de prominentes aristas y cruzadas sobre el pecho, a pesar de sus sangrantes heridas, anhelaban abrirse en actitud dadivosa para repartir gracias y bendiciones por doquier.
Todo su cuerpo se hallaba invadido por el desamparo y la angustia y, sin embargo, a su lado, yo me sentía protegido ante cualquier peligro, salvado de las olas del infortunio y perdonado y redimido de todas mis culpas.
Aquel fue mi primer encuentro con la muerte. No obstante, a mí me parecía estar en presencia de la Vida, arropado y amparado por ella. No cabía la menor duda de que era Él, el Ser por excelencia, el Verbo Encarnado y descarnado por el hombre. El Dios hecho Hombre y descendido a este mundo de miserias.
Preso de indignación ante tanta ignominia, cogí mi pañuelo y, con gran devoción y anhelo, tratando de desagraviarlo por tanta afrenta sufrida, comencé a borrar de aquel cuerpo desmayado las dolorosas huellas del olvido y el abandono. Suavemente, con las yemas de los dedos, recorrí despacio los contornos de su piel. Aquel contacto divino me transportó a ámbitos desconocidos. Entonces el tiempo pareció detenerse para mí. Yo atenuaba la respiración para no desvirtuar la oleada de misterio y el éxtasis que me arrobaba. Luego, inundado por una sosegada marea de paz y de gozo que ocupaba todos los rincones de mi alma y que tenía origen en aquella imagen de Cristo Yacente, aquel escenario se transformó en un ámbito celestial que anonadaba mi espíritu. Mi alma se ensanchaba inundada por el Amor y mi cuerpo ascendía liviano como una nube por cielos estrellados acompañado por ese Cristo Resucitado y Victorioso que ya había vencido a la muerte. Ignoro cuanto tiempo permanecí poseído por aquel azoramiento.
Atenuado por la lejanía, comencé a oír un ruido confuso de pisadas y de voces que se iban enalteciendo poco a poco al acercarse y disminuir la distancia. Luego escuché la voz de mi madre que me llamaba con cariño:
–¡Despierta, Javier, que llevamos mucho tiempo buscándote!
Ingenua o codiciosamente oculté a todos tan maravilloso encuentro y las misteriosas experiencias vividas. Tuve miedo de abrir mi corazón al viento hostil de la vida. Hubiera sido pasto de sus burlas y blanco de sus escarnios. Tal vez hubiera sido importante tener un cómplice. Quizá mi madre me hubiera entendido. Mas no fui capaz de sincerarme con ella.
Durante algún tiempo, en mis horas de silencio, con emoción y recato, evoqué la hermosa escena vivida junto al Yacente y alimenté mi espíritu con su plácida aureola. Con la llegada de la adolescencia, los planteamientos infantiles fueron quedando obsoletos. La nueva concepción del mundo arrinconó mis antiguas emociones como un objeto caduco. El tiempo, con su caudal de acontecimientos y de nuevas experiencias vividas, se encargó de ir desdibujando mis recuerdos y me alejó de mi tierra, maltratándome con desdenes y tristezas. La adversidad acercó de nuevo la muerte a las jambas de mi puerta, pero en esta ocasión, con toda su crudeza y dramatismo. Me arrebató a mis seres más queridos. Mis padres murieron sin que yo hubiera podido encauzar aún mi vida. Como el hijo pródigo, dilapidé mi tiempo y mi fortuna con malas compañías. Caminé por tortuosos senderos sin hallar nunca un asidero estable donde estribar mis dudas e inseguridades. Durante algún tiempo fui una cometa bamboleada por el viento hostil, un siniestro jirón de niebla vagando en las esquivas olas del temporal.
Desorientado y abatido, volví a mi pueblo. Quizá andaba buscando mis raíces, el origen de mi vida y de mis desdichas. Mi tierra y mis gentes comenzaron a ser un bálsamo para curar mis heridas. Entonces sentí una llamada interior, una certera corazonada que me incitaba a acercarme al plácido rincón de mi infancia. No pude eludir tan insoslayable apelación.
El templo de la Santa Cruz, de planta rectangular, sonámbulo en otros tiempos, enredado en el silencio y en el tedio de vidriosas penumbras, con su gran profusión de soledad por tantas tardes de claustro sombrío, era un hervidero humano. Con gran devoción y reverencia se organizaban las conmemoraciones litúrgicas de Semana Santa. La imagen del Cristo Yacente había sido rescatada del olvido y de la incuria de tantos años y se preparaba para procesionar. Entre aquellas piadosas gentes que adecentaban el templo y adornaban las imágenes, se encontraba mi amigo Andrés. Me recibió con una calurosa bienvenida y me animó a participar en tan loables tareas. Hubimos de acudir varias tardes a aquel lugar hasta que todas las labores quedaron concluidas.
El Viernes Santo, cuando la tarde aún brillaba en intensidades, al tiempo de salir de la parroquia la imagen del Yacente seguido de la Dolorosa fue como si en Él se cumplieran todas las profecías de muerte y desolación como un camino certero hacia la Resurrección y la Vida.
Su cuerpo, dentro de aquel ataúd acristalado, deslumbraba como el sol. Su renegrida tez de antaño lucía tersura y lozanía con una sutil tonalidad sonrosada. Con su nueva imagen mitigaba en parte la agonía y los desdenes del tiempo semejando un Cristo dormido en el regazo materno. Su divino rostro parecía haber borrado de su faz todo el caudal de amargura que desdibujara sus facciones en otro tiempo.
Dos filas de nazarenos, que estrenaban indumentaria, lo acompañaban para velar su sórdida noche de muerte y sepultura. Recorrían con Él el sinuoso sendero que había de conducirlo al inminente triunfo del domingo de Pascua Florida. Un cortejo de mujeres, vestidas de negro y ataviadas con mantilla, caminaba tras de Él con ese ferviente anhelo de no dejarlo sucumbir en la soledad y en el abandono nunca jamás. La banda municipal entretejía marchas de dolor y de pasión que golpeaban los corazones en aras al recogimiento y a la meditación.
Al llegar a la plaza fue vigorosamente aclamado por una multitud exaltada que, posiblemente, en un tiempo anterior lo había marginado en las marañas de la distancia y el olvido.
Llevado por entusiastas costaleras, jóvenes mujeres latiendo en un solo corazón, recorrió las calles de Pegalajar despertando en los devotos emociones dormidas e incitando a la piedad y al amor hacia nuestros semejantes.
De su boca entreabierta, antes sedienta y ansiosa, vilmente saciada con una esponja empapada en vinagre, parecía surgir un inconcebible manantial de agua viva para dar de beber a todos los seres de esta tierra. Todo Él irradiaba misericordia y benevolencia en todas las direcciones invitando a la reflexión y derramando perdón para todos los pecadores.
Cerré los ojos por un instante apretando los párpados con fuerza y, sin saber por qué, mi pecho, que era un pozo sin fondo lastimado por la vida, comenzó a emerger de ese abismo de melancolía en el que se hallaba hundido. Entonces bebí de aquella plácida fontana que manaba de su boca. Todo mi ser se sintió invadido por una oleada de mansedumbre que brotaba en mi interior con la placidez de las olas de mares remotos. Un flujo divino, similar al que sentí aquel día, empezó a llenar mi corazón de paz y de confianza en la vida. La luz que dimanaba de aquella grata imagen del Cristo Yacente me devolvió, de nuevo, la ilusión y el anhelo de afrontar el futuro con fe y esperanza en el porvenir.



SEGUNDO PREMIO EN EL CONCURSO DE RELATOS SOBRE SEMANA SANTA, CONVOCADO POR LA TERTULIA COFRADE: “PASIÓN” DE SALAMANCA. JULIO DE 2004

AUTORA: ENCARNACIÓN GÓMEZ VALENZUELA

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