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Pegalajar, Jaén, Spain
Gracias por venir a recorrer estos senderos literarios que han brotado de una fontana silenciosa, sedienta de emoción y de calma. Gracias por leer estos poemas, por beber su aliento, por respirar su aroma, por destilar su esencia, por libar su néctar. Sabed que han brotado de un corazón anhelante que sueña con ser luz y ternura, primavera y sueño, calidez y verso. Mientras lo consigo sigo escribiendo, soñando, amando, enseñando, viviendo y cantando a la vida y al amor, al mar y a la tierra, a la tristeza y al llanto, al suspiro de la brisa y al deseo de los espejos, a la melancolía y a la nostalgia. La vida es como un poema que, en unas ocasiones, nos abre las puertas de paraísos ignotos, de hermosas praderas cuajadas de florecillas silvestres, de exóticos jardines, de luminosas estancias donde germinan los sueños y donde se gesta el amor, pero en otras nos aboca al temblor de los fracasos, al dolor de las heridas, al vacío de las ausencias, al llanto de las tormentas, al furor de las ventiscas, al horror de las contiendas y a la tupida oscuridad de una noche sin luceros. Espero que seas feliz mientras bebes agua de los manantiales de la poesía, de las fontanas del verso.

miércoles, 29 de julio de 2009

A SOLAS CON MI DOLOR

A todas las mujeres que anhelan vivir
en relaciones de igualdad con su pareja.

La luz del alba penetra por las rendijas de la ventana. Apenas traspasa tan breves hendiduras se expande, presurosa, por la alcoba bañando de sutil luminosidad de penumbra la estancia. A medida que avanza el día, mi angustia y mi dolor aumentan. Cada vez se hacen más obvios e insondables. Son como un pozo sin fondo en el que me encuentro hundida y del que no puedo emerger.
Todo, aún, permanece en reposo... todo menos mi alma que, lastimada, deambula errante intentando buscar un asidero al que agarrarse para que le ayude a mitigar el sufrimiento. Pero es una búsqueda ardua y confusa. El mundo entero parece eludir mi llamada, rehuir mi petición de auxilio. Sola y herida vago por los senderos del tiempo... Por la infancia, tan lejana ya, en la cual, rodeada del cariño de mis padres y hermanos, fui feliz. Por la adolescencia... ¡Cuántas ilusiones albergaba en mi pecho! ¡Cuántos proyectos de futuro desvanecidos en el brusco oleaje de la vida! Por la juventud, cuando parecía tener el mundo en mis manos. Y ahora... me encuentro sola y vacía, marginada en soledad y lejanía, envuelta en las aciagas marañas de la indefensión y del desamparo.
Ya no tengo nada. Mis manos están vacías. He perdido la esperanza por los caminos de mi dolor. Mi corazón vulnerado va quebrando su latido en las brumas del tormento. El viento lleva mi queja, apagada en un susurro. Mis suspiros y mi llanto rompen las olas del aire. Ya no me queda alegría, la fe se me ha marchitado y mis sueños transparentes se deshacen lentamente en un mar de desengaños. Estoy perdida en la niebla. Noche oscura de mi pena que me cierra las ventanas y me oprime en pesadillas. En los espejos del mar jamás veré reflejado el rostro de las sirenas. Ni podré soñar palomas a orillas de la ilusión.
Aún no me explico cómo he podido aguantar tantos años junto a él, tanto tiempo atrapada entre sus garras, teniéndome que someter a su voluntad, viviendo anulada como persona, no pudiendo expresar lo que sentía, lo que pensaba, callándolo todo, fingiendo, disimulando para que nadie supiera lo que sucedía en casa y no pudieran tacharlo de mala persona.
Me he estado engañando mucho tiempo pensando que él podría cambiar. Sólo puede cambiar quien tiene la firme voluntad de hacerlo. Él carece de resolución para corregir su sombría perspectiva. Cuando un individuo está avezado en un estilo de vida, cuando los cimientos de su ideología apuntan hacia un punto determinado, resulta muy difícil desviar su trayectoria a no ser que las fuerzas que lo intenten sean superiores a las de tal impulso. Él, en las actuales circunstancias, adolece de cualquier fuerza positiva para iniciar un cambio sustancial en su despótico rumbo.
Con el estúpido silencio que he practicado durante tantos años, he encubierto impunemente al tirano y he seguido con gran ingenuidad su abyecto juego contribuyendo a institucionalizar nuestros roles y construyendo mi propia trampa letal. Así, poco a poco, he ido labrando mi desventura y mi desgracia.
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Cuando conocí a Matías, yo era una chica llena de ilusiones, de anhelos, de deseos de vivir. Nos casamos y, al principio, las relaciones conyugales se desarrollaban con total normalidad, o al menos a mí me lo parecía. Tal vez carecían de la calidez que yo hubiera deseado pero, ansiosa de ser feliz, no quise darle importancia.
El dominio que ejercía sobre mí creía que era efecto del ingente cariño que me profesaba y del deseo de protección hacia mi persona. Quizá el tiempo que fui feliz, o supuse que lo era, fue un espejismo. Ahora sé que supo encubrir hábilmente su desamor con el motivo contrario para enredarme, cada vez más, en la pegajosa telaraña de su amor. Le enojaba enormemente que otros hombres se fijaran en mí. En algunas ocasiones discutió por esta causa. Yo me enorgullecía de lo que creía exceso de cariño. Bastante tiempo después, comprendí que era un ser egocéntrico y sólo se amaba a sí mismo.
Para vivir a su lado hube de despegarme de todo lo que me llenaba, mi familia, mis amigos, mi tierra... La gran ilusión que tenía por su amor, me ayudó a superarlo todo. Cuando comenzaron a llegar los hijos y los gastos familiares se incrementaron, los ingresos resultaban escasos y hubo de dar horas extraordinarias. Con el exceso de trabajo, su carácter se fue agriando y se volvió más irascible y brusco. Solía llegar a casa malhumorado. Los juegos de los niños y los ruidos que producían, le exasperaban. A menudo, los rehuía y procuraba pasar con ellos el menor tiempo posible. Por este motivo comenzó a volver a casa cada vez más tarde. Vociferaba por cualquier nimiedad y hacía un mundo del más ínfimo incidente. Los pequeños no se atrevían a hablar en su presencia, permanecían taciturnos y expectantes a sus hurañas reacciones. Lo miraban de soslayo porque tenían miedo de ser pasto de sus iras. En muchas ocasiones los agredió sin motivo. La tiranía, largo tiempo amamantada, iba tomando cuerpo y despertando a la fiera que llevaba dentro.
La vida, a su lado, se me fue haciendo una carga demasiado pesada pero carecía de resolución y de solvencia económica para marcharme. Siempre creí que algún día comprendería sus errores y rectificaría. Según él, los problemas laborales eran la chispa que desencadenaba las furias que propulsaba contra los miembros de su familia. Yo sabía que eran fruto de su intolerancia y de sus múltiples exigencias.
Me forzaba en la cama y me obligaba a dar satisfacción a sus fantasías sexuales alegando que la mujer ha de estar sometida en todo momento al varón y que esto era una obligación ineludible para el “sexo débil” (palabras textuales que pronunciaba a menudo con el propósito de ejercer con mayor énfasis su dominio sobre mí y, de este modo, legitimarlo). Yo opinaba que cualquier relación de pareja, culminada o no por el coito, para ser placentera, ha de realizarse voluntariamente y ha de ser apetecida siempre por ambos cónyuges y movida por el amor y por el deseo de vivirla en plenitud mutuamente. Jamás pude expresar mi opinión ante él por temor a que se enojara y proyectara su iracundia contra mí, maltratándome con desdenes e improperios.
El clima antagónico de represalias, tensiones y violencias que vivíamos en casa era el menos adecuado para llevar a cabo la crianza y educación de los hijos. Matías eludía miserablemente las obligaciones que dimanaban de la paternidad en el ámbito educativo. Solía gritar a los chicos como un energúmeno, tachándolos continuamente de ingratos y díscolos y descalificando cualquier actuación que llevaran a cabo. Jamás fue ecuánime al enjuiciar su comportamiento. Nunca pasó por alto el más mínimo desliz, ni valoró como atenuante su edad inmadura a la hora de evaluar su conducta. La severidad y la intransigencia fueron su barco y su timón. Tan desoladora panorámica lastimaba con sevicia los corazones adolescentes y despertaba sentimientos de hostilidad y aversión hacia su progenitor. Así pues, para no verse involucrados en la caliginosa marea que su padre proyectaba contra ellos a causa de la inicua y desquiciada lectura que hacía de todos sus actos, rehuían su presencia.
A medida que nuestros hijos se iban haciendo mayores, se marchaban de casa dejándome el corazón roto. Después comprendía que la emancipación era lo mejor para ellos. Lejos de su padre podrían encauzar su vida. Junto a él, jamás lo conseguirían porque la convivencia en casa era un calvario. Lograba sacarlos de quicio siempre que coincidían e intercambiaban algunas palabras que en su boca se teñían de mordacidad y de sarcasmo. El diálogo sosegado y sereno nunca pudo presidir nuestras escasas reuniones familiares. Cualquier incipiente charla, por causa de su agresivo y belicoso temperamento, en un breve período de tiempo, se transformaba en un altercado o en una violenta discusión.
El año pasado le ofrecieron la jubilación anticipada y la aceptó con regocijo. Pensé que esta euforia que experimentaba y el hecho de no sentirse ya en lo sucesivo acuciado por problemas laborales, dulcificaría su carácter, la vida nos sería más propicia y las relaciones familiares entrarían en una dinámica más favorable. Desgraciadamente las cosas no fueron así y la convivencia se transformó en un infierno. Este suceso marcaría una nueva etapa en nuestras vidas, aún más dramática que la anterior. La violencia rebasó los límites de la tolerancia. Los ánimos, cansados de tanta tiranía, comenzaron a plantearse hipotéticas conspiraciones que, algún día, tomarían cuerpo y se engrandecerían alimentadas por una hoguera, muchas veces, avivada por su despotismo. Dicha fogata alimentaría su fuerte impulso en fuentes de legitimidad y de justicia porque la tiranía sólo puede ser eficaz cuando la víctima la silencia ingenuamente. Pero si ésta abre las ventanas de su alma y penetran por ella los rayos del sol, encontrará consuelo y ayuda para su quebranto.
Matías alegaba, cobardemente, que la casa lo deprimía y que se ahogaba entre las cuatro paredes. De este modo justificaba sus prolongadas ausencias y sus múltiples derroches.
- No se puede estar en el bar sin consumir - decía.
El presupuesto económico dedicado a los gastos familiares mermó considerablemente. Apenas nos llegaba para comer. Él cerraba los ojos para no vislumbrar la mísera realidad que estábamos viviendo. Cada vez pasaba menos tiempo en casa. Comía fuera y sólo volvía para dormir. Jamás mencionaba el tema de estos abusos, causa evidente y palpable del efecto hostil que, como un pájaro de mal agüero, se cernía sobre nosotros y se materializaba en la gran penuria que padecíamos. Pero, para nuestra desgracia, aún no habíamos tocado fondo.
Comenzó a beber excesivamente y volvía a casa ebrio y furibundo. Alentado por las tenebrosas brumas del alcohol y potenciado en ellas, se creía dueño del mundo. Nos maltrataba a la pequeña, que ya tenía quince años y era la única que quedaba en casa, y a mí con exabruptos, desdenes e injurias. Hubo alguna ocasión en que nos agredió físicamente. Como sabíamos que no era plenamente consciente de sus actos, se lo perdonábamos todo y culpábamos al alcohol de sus atropellos.
Hace una semana que la pequeña se marchó de casa. Una chica estudiosa y trabajadora, comprensiva y pacífica que prometía mucho y que ha tenido que dejarlo todo por las veleidades y el despotismo de un padre irresponsable, soberbio y arrogante, que es como el caballo de Atila que donde pisaba no volvía a crecer la hierba. Aún no ha alcanzado la niña la mayoría de edad y ya se ha visto obligada a abandonar los estudios y a buscarse la vida. Triste destino el nuestro...
- ¡Ya no puedo más, mamá! - musitó entre sollozos. - Me voy con unas amigas, buscaré trabajo e intentaré salir a flote. No comprendo cómo tú puedes aguantar a su lado.
- ¡Por vosotros lo he hecho! - le respondí llorando desconsoladamente.
- ¡Vete, mamá! Algún día te va a matar de un golpe. Déjalo solo que es lo que se merece.
Cuando se fue quedé desolada y vencida, hundida en el pegajoso légamo de la desesperación. Ya no me quedaban fuerzas para seguir resistiendo, sin embargo, adolecía de ánimo para tomar cualquier determinación y alejarme de quien tanto me estaba torturando, aunque ya había pruebas más que suficientes para iniciar una acción legal contra el déspota. Pensé que ahora que estábamos solos tal vez comprendería que había sido su intolerancia la causante de la temprana fuga del hogar de nuestros hijos. Creí que aún no era tarde para rectificar y quizá pudiéramos vivir en paz como ocurrió al principio.
Más la noticia de la emancipación de la niña, lejos de impulsarlo a reflexionar y a someter a revisión su detestable proceder, lo llenó de cólera y furor. Tan abominables sentimientos de hostilidad los proyectó contra mí sin el más mínimo atisbo de humanidad. Me acusó injustamente de haberla incitado a levantar el vuelo. Argumentó que yo era la única responsable de su irreflexiva actuación porque deseaba que lo vieran los demás como un padre fracasado, incapaz de retener a sus hijos en el hogar bajo la tutela paterna. Añadió que en la pequeña tenía él puestos los ojos y que iba a ser el apoyo de su vejez.
No tuve ánimos para rebatirle tan insensata y falaz argumentación. Hacerlo hubiera significado seguirle el juego y enzarzarme inútilmente en una exacerbada disputa de la que iba a salir mal parada. Me limité a guardar silencio y a sufrir mi dolor a solas, como siempre había hecho, para que no trascendiera al exterior.
Las descalificaciones y los insultos han continuado a diario, pero se ha guardado de practicar conmigo la violencia física. No sé si esta postura ha sido una deferencia hacia mi persona o es el temor de que ponga en práctica la amenaza que proferí la última vez que nos agredió a la niña y a mí.
- ¡Como vuelvas a ponernos la mano encima, no pienso seguir callando! Te las tendrás que ver con el juez.
Anoche olvidó la advertencia que, en aquel momento proferí con tanta rabia. Pero entonces no pudo objetar nada al respecto porque su grado de embriaguez era de tal envergadura que se vio obligado a irse a la cama fingiendo no haberla oído. Sin embargo, la primera sorprendida esa noche fui yo que jamás me había atrevido a plantarle cara. Fue la rabia de ver a la niña llorando por causa de las humillaciones sufridas y de los golpes recibidos lo que me impulsó a ello. Las palabras brotaron de mi boca, quebradas por los lacerante cristales del despecho, y constituyeron una enérgica protesta y una justa reivindicación de nuestros derechos. Pero las pronuncié más bien con el propósito de intimidarlo que de llevarlas a cabo. Creí que no llegaría el momento de hacer uso de ellas. Me equivoqué de nuevo. Será la última vez que lo haga. Ya no aguanto más.
Ese hombre cruel y abyecto no me vuelve a agredir jamás. Lo voy a denunciar. No deseo ya que nos cobije el mismo techo. Detesto estar cerca de él. Ahora duerme plácidamente, como si fuera un bendito. Oigo sus horribles ronquidos que rompen la paz del aire y engarzan puñaladas de tiranía en el ambiente. Descansa sosegadamente meciendo su prepotencia en las olas del sueño mientras su víctima yace humillada, lastimada y herida por las espinas del desamor.
Mi alma está rota y mi cuerpo resquebrajado y dolorido, cuajado de hematomas. Siniestros cardenales, como tétricas máculas superpuestas, tiñen mi flagelada piel de distintas tonalidades de morado. Son el antagónico efecto de los múltiples golpes que me propinó el verdugo.
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Hube de ser ingresada en el hospital en el que he permanecido ocho semanas. Presentaba un cuadro clínico de pronóstico reservado. Los fuertes impactos recibidos consiguieron fracturarme cuatro costillas. Mostraba también desgarros musculares y grandes magulladuras y equimosis en todo el cuerpo. La recuperación física ha sido lenta, la psíquica lo es aún más. La visita de mis hijos ha sido para mí una inyección de vida, una luz en la oscuridad, un nuevo aliciente para seguir viviendo. Recibo el apoyo de una psicóloga y el de una asociación de mujeres. Ambas me están ayudando a afrontar con entereza la nueva situación. Ahora vivo en una casa de acogida, con otras mujeres que también han sido maltratadas por su pareja. Todas juntas formamos una piña de unión y fuerza para luchar contra la tiranía machista. Abogamos con gran empeño por los derechos de la mujer y por las relaciones igualitarias.
El agresor, al principio estuvo encarcelado, pero después, mostrando arrepentimiento, (falseando la situación sería la expresión correcta) y firme propósito de no reincidir, ha sido puesto en libertad. El juez le ha prohibido acercarse a mí. Pero yo temo que me persiga y vuelva a agredirme.
Ahora tengo que rehacer mi vida. No puedo quedarme eternamente en este refugio. Aquí me lo dan todo. Para marcharme a casa he de ser solvente. Habré de buscar un empleo para afrontar todos mis gastos.
Me han ofrecido un puesto de trabajo en casa de un señor viudo. Cocinar, limpiar y asistir es el cometido. Lo he aceptado porque es lo que sé hacer, lo he hecho toda mi vida y además sin recibir nada a cambio, sólo exabruptos y malos tratos. El horario es flexible. Don Luis, un profesor jubilado, es de lo más correcto, educado y humanitario. Me ha dado plena libertad para organizar las tareas domésticas. Está muy contento conmigo, me colma de atenciones y es muy tolerante y comprensivo. Me mira con muy buenos ojos. En este lugar me encuentro muy bien, es como si estuviera en mi propio hogar.
Cuando, por las tardes, vuelvo a casa, veo al agresor de lejos. Sus ojos se clavan en mí con una saña inédita, como si quisiera traspasarme con la hostilidad de su mirada. Sé que me vigila, me acecha cuando salgo del trabajo y me sigue a distancia. Esta sospechosa actuación me produce una terrible inquietud y me hace recelar de sus intenciones. Sé por fuentes fidedignas que no le agrada mi empleo. Dice que le estoy buscando un sustituto y que, antes de verme en brazos de otro hombre, me mata. He avisado a la policía. Me han dicho que si no me increpa y si no se acerca a mí más de lo que le ha permitido el juez no pueden hacer nada. Me han recomendado cambiar las cerraduras y tomar todas la precauciones posibles, sobre todo cuando me encuentre sola.
Han transcurrido seis meses desde que vivo en esta esperanzadora situación. Hoy es mi santo. Como es un día laborable, he acudido a mi trabajo. D. Luis me ha mandado al mercado a comprar los alimentos que yo prefiera para preparar una buena comida.
- Hemos de celebrar este día - ha dicho muy ilusionado. - Hoy no tienes que afanarte en arreglar la casa o la ropa, con hacer el almuerzo tienes bastante, para eso es tu onomástica.
Mientras acabo de guisar los manjares para dos comensales, él está arreglando la mesa. Ha puesto un mantel de hilo, una vajilla de porcelana inglesa, cubertería de plata y cristalería de Bohemia... ¡Qué mesa, Dios mío!... Y todo en mi honor. Yo alucino.
Estoy frente a él, sentada en la mesa. Es el primer día que lo hago. Habitualmente yo como en la cocina. No me atrevo ni a respirar. A veces me pellizco porque esto me parece un sueño. Él, por el contrario, está muy desinhibido y habla desenfadadamente. Me cuenta anécdotas de sus muchos años de docencia, me hace reír. Soy feliz, por fin me sonríe la vida.
A media tarde, llaman a la puerta. Es de la floristería, traen un hermoso ramo de flores.
- Es para ti - me dice D. Luis.
Me quedo paralizada. Estoy tan emocionada que no sé cómo reaccionar. Quiero mostrar mi agradecimiento, pero las palabras no salen de mi boca. La voz se me encasquilla torpemente. Un ruido ronco, seco y extraño se extiende por mi garganta. Por más que lo intento no consigo articular sonido alguno. D. Luis, que se percata de mi gran alteración, se apresura a echarme un cable.
- Mételas en un jarrón con agua. Cuando te vayas te las llevas. Ya sabes que son tuyas.
Mientras realizo esta tarea, logro sosegarme. En el ramo hay una tarjeta con mi nombre. Noto que mi garganta se ha restablecido y recupera la normalidad. La voz puede ya emerger a voluntad. Entonces me acerco a D. Luis y, con el alma rebosante de júbilo, susurro:
- ¡Gracias, muchas gracias!. Son las primera flores que recibo en toda mi vida.
Me dispongo para marcharme. Me voy a casa. Doy otra vez las gracias por todo y me despido de este hombre tan especial.
La tarde está declinando. El ocaso, lentamente, se va engrandeciendo en su nebulosa capa de tonalidades grises. Va ocupando el espacio que había poseído la luz. Con mi ramo de flores, camino feliz. Mi alma sonríe. Ignoro si esta sonrisa transcenderá a mi rostro y se reflejará en mi expresión. Parece que sí, porque muchos transeúntes, al cruzarse conmigo me miran alegres.
La tarde se apaga irremisiblemente. Sucumbe, lastimosa, en los tenebrosos brazos de la oscuridad. La noche se acerca con su paso negro, palpitante y enigmático. Un viento sombrío parece vagar en su oscura entramada. Una nota amarga con disonantes acordes se expande en el aire como una funesta amenaza. Un nefasto presentimiento me oprime el corazón. El maleficio toma cuerpo en una sombra lejana que, astutamente, me persigue. Su aciaga silueta, desdibujada y brumosa, es como un mal presagio que nubla mi mente. Acelero el paso, pero la distancia que me separa del peligro es cada vez menor. La calle por la que camino está poco transitada. Debía haber elegido otra de mayor trasiego. Intento correr, pero ya es inútil. La sombra está tan cerca de mí que casi me cubre con su oscuro manto de perfidia. Avanza jadeante y me corta el paso.
- ¿Ya te regala flores? - farfulla a golpes cortantes y furiosos de voz, sofocado por la carrera. - ¡Serán las últimas! ¡Nunca pertenecerás a otro hombre!
Lleva una navaja en la mano. Veo brillar la hoja en la penumbra de la calle. La empuña con energía, movido por un iracundo ataque de cólera, aprieta los dientes y tensa los músculos. Después echa el brazo hacia atrás, para coger brío y empuje, y me la clava en el pecho.
- ¡Ay!... - dejo escapar un doloroso gemido. - ¡Socorro! - grito herida de muerte.
El asesino se da a la fuga. Se nublan mis ojos. Me fallan las piernas. Entre espasmos de dolor y lacerantes ahogos, pierdo el equilibrio y caigo al suelo. Aún tengo el ramo cogido. Lo aprieto contra mi corazón con las escasas fuerzas que me quedan. Noto el suave fluir de la sangre que se escapa de mis venas, empapa mis ropas, se derrama y se expande por el suelo. La vida se me va. Me ahogo... No puedo más...
Voy a iniciar un largo viaje. Llegaré hasta las estrellas vestida de paz y calma. Veo una luz vivísima que me atrae, hacia ella me dirigiré. Oigo una poderosa voz que me llama, hasta ella me acercaré. Nunca jamás me perderé en la oscura noche de tinieblas. Los cuchillos machistas no podrán volver a herirme. Ahora, bañada de blanca luna, cruzaré la sutil línea fronteriza que me separa de la paz y del sosiego. Las olas de mi dolor iluminarán la oscuridad... Mi justa y legítima causa será reivindicada por otras mujeres que como yo, anhelan levantar el vuelo y caminar, presurosas, en pos de la libertad, de la justicia y de la igualdad entre todos los seres humanos.


La crueldad de los arrogantes es uno de los
más demoledores atributos del ser humano.
( Ángeles Caso, “Un Largo Silencio”)



ACCÉSIT DEL CERTAMEN DE RELATOS BREVES DE MUJER
EXCMO AYUNTAMIENTO DE JAÉN 2 DE OCTUBRE DE 2003

AUTORA: ENCARNACIÓN GÓMEZ VALENZUELA

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