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Pegalajar, Jaén, Spain
Gracias por venir a recorrer estos senderos literarios que han brotado de una fontana silenciosa, sedienta de emoción y de calma. Gracias por leer estos poemas, por beber su aliento, por respirar su aroma, por destilar su esencia, por libar su néctar. Sabed que han brotado de un corazón anhelante que sueña con ser luz y ternura, primavera y sueño, calidez y verso. Mientras lo consigo sigo escribiendo, soñando, amando, enseñando, viviendo y cantando a la vida y al amor, al mar y a la tierra, a la tristeza y al llanto, al suspiro de la brisa y al deseo de los espejos, a la melancolía y a la nostalgia. La vida es como un poema que, en unas ocasiones, nos abre las puertas de paraísos ignotos, de hermosas praderas cuajadas de florecillas silvestres, de exóticos jardines, de luminosas estancias donde germinan los sueños y donde se gesta el amor, pero en otras nos aboca al temblor de los fracasos, al dolor de las heridas, al vacío de las ausencias, al llanto de las tormentas, al furor de las ventiscas, al horror de las contiendas y a la tupida oscuridad de una noche sin luceros. Espero que seas feliz mientras bebes agua de los manantiales de la poesía, de las fontanas del verso.

lunes, 10 de agosto de 2009

CUANDO SALÍ DE MI TIERRA




ENCARNACIÓN GÓMEZ VALENZUELA



CUANDO SALÍ DE
MI TIERRA


III PREMIO EN EL CONCURSO DE CUENTOS 2008
“UN MUNDO DE COLORES”
CONVOCADO POR LA ASOCIACIÓN “AFRO” DE VITORIA
DICIEMBRE DE 2008

Cuando salí de mi tierra, el cielo, que aquel día había lucido un azul luminoso, comenzó a oscurecerse y devino plomizo y sombrío. Su tristeza parecía acompañarme y sombrear mi alma con oleadas de melancolía.
Caminaba despacio, reteniendo las lágrimas en los ojos. No deseaba que nadie me viera llorar. Mi pena era sólo mía y detestaba manifestarla ante los demás. La tarde, como una flor mustia, declinaba lentamente. El viento fresco que anuncia lluvia había comenzado a soplar. Envuelta en la túnica de los pies a la cabeza, continuaba mi camino. Me dirigí hacia la playa. Cuando vislumbré la inmensidad del agua, fue como si un puñal se clavara en mi corazón, pero, a la vez, como si una suave brisa abanicara mi alma. Aquel entrañable ámbito que, a estas horas, se encontraba desierto, parecía estar anclado en la esperanza de un porvenir. Tuve miedo y corrí a ocultarme entre los acantilados. Llena de pánico, en aquel lugar descubrí otros seres que, agazapados sobre la arena, me miraban con ojos febriles. Era como si albergaran en sus entrañas el mismo dolor que flagelaba mi pecho. Me quedé a una distancia prudencial de ellos.
Cuando la noche, con su oscuridad y su lejanía, cubrió la bahía, una desvencijada patera, surgida de las sombras, se dibujó sutilmente en el espejo tenebroso del agua. Un demencial aullido movilizó a aquellos seres que se precipitaron hacia la vetusta embarcación con la cautela de un felino. Entonces comprendí que éramos compañeros de viaje. Abandoné los acantilados y me dirigí hacia el navío en el que apenas si quedaba sitio. Las frías aguas de aquel mar de mi azaroso destino bañaron mis pies y consiguieron que tomara plena consciencia del paso que iba a dar.
Embarcábamos clandestinamente con destino a otras tierras donde poder comenzar una vida nueva. Huíamos de la miseria y del miedo y de la ausencia de libertades. Abrigábamos el ansiado deseo de encontrar una vida digna, libre de carencias y de privaciones. Íbamos a navegar por un mar de esperanza, por un mar que esperábamos fuera un puente de unión entre nuestra tierra y ese lugar al que nos dirigíamos donde anhelábamos forjarnos un futuro prometedor.
–¡Haced un hueco! –gritó una voz brusca y autoritaria.
Con el corazón vacilante y los ojos velados por las lágrimas comencé a adentrarme en el obsoleto navío. Mi alma era un mar devastado por el vendaval. Pensé que las fuerzas iban a abandonarme, pero resistí. Aquellos seres desconocidos ya se habían acomodado unos junto a otros. Eran todos varones y me inspiraban desconfianza. Yo dudaba dónde situarme. De súbito, vi brillar unas pupilas oscuras que parecían ser el reflejo de mí misma. Pertenecían a una mujer joven que me miraba con ojos vidriosos. Con la mano me hacía señas para que me acercara. Me hizo un lado junto a ella. Aquel gesto alivió la inquietud que padecía. Con una sonrisa, agradecí aquel detalle que, por el momento, me había salvado de la incertidumbre. Aquella muchacha me devolvió la sonrisa y, acercándose a mí, depositó un beso en mis mejillas. Quedé gratamente sorprendida y se lo agradecí del mismo modo. Era una satisfacción encontrar una amiga en tan patéticos momentos. Nos cogimos de la mano y, con gesto conciliador, tratamos de inculcarnos mutuamente entereza y valor. Éramos las dos únicas mujeres que íbamos a bordo.
La destartalada embarcación comenzó a oscilar en aquel mar que tantas vidas humanas había devorado pero que, en estos momentos, era un grato sendero por donde navegaban todas nuestras ilusiones. El navío enfiló su rumbo hacia la Punta de Tarifa con el reflejo del agua y la luz de las estrellas como único timón. El cielo era un manto sombrío salpicado de un sinfín de luminosos puntos.
Mi compañera comenzó a llorar. La rodeé con mis brazos y le dije que debía ser valiente. Entre quedos sollozos musitó en mi oído que se llamaba Fátima, que tenía dieciséis años y que huía de un padre prepotente y avasallador que la agredía por cualquier nimiedad y que una noche había intentado violarla. Huyó de su hogar. Se refugió en la casa de una tía. Al día siguiente su madre comenzó a prepararle aquel insólito viaje que ella quería realizar para huir de la tiranía y del miedo. Tenía una prima en España. Junto a ella pensaba encauzar su vida.
–¡Pobre niña! –pensé yo, tan joven y ya marcada por el sello del dolor y de los malos tratos por parte de su progenitor. El triste destino de la mujer, un ser tan deprimido que, en algunas ocasiones, no encuentra la paz ni el consuelo siquiera en el seno de su propio hogar.
Para corresponder a sus confidencias, le dije que me llamaba Jasmina y que había emprendido aquel viaje huyendo también de la tiranía de un hombre, que, en mi caso, era mi esposo. Añadí que llevaba un ser en mis entrañas, que pensaba alumbrarlo, criarlo y educarlo en un país libre donde los seres humanos pudieran vivir con seguridad y garantías.
Nuestros proyectos de futuro latiendo en nuestros corazones comenzaron a navegar presurosos por aquel mar de negra noche igual que un barquichuelo de papel que llevaba todas nuestras ilusiones a bordo y que deseaba arribar en breve al puerto de la esperanza.
Una luna lánguida y menguante, que palidecía con fría desnudez, empezó a asomarse al balcón de las montañas lejanas de nuestra tierra que aún se atisbaban en la distancia. Por el lado opuesto, el cielo comenzó a cubrirse de tupidos nubarrones negros que ocultaban su manto estrellado. Un viento suave comenzó a mover la embarcación. Mi joven amiga, acurrucada junto a mí y mecida por aquel grato vaivén, cerró los ojos. Su respiración era sosegada. Cansada de tanto llorar y sufrir, se había entregado al sueño. me alegré por ella, era tan tierna y tan inocente y había sufrido tanto que merecía el descanso.
Inundada por aquel sosiego astral, evoqué el recuerdo de Moustaky, mi joven y amante esposo cuyo cuerpo varonil y fornido semejaba la fuerza del viento y el ímpetu de un caudaloso río. Cuando nos casamos ostentaba la dulzura de la miel de todas las colmenas y la suavidad de la cálida brisa de estío. Sin embargo, transcurridos algunos meses, la fuerza varonil del viento devino furioso huracán y el ímpetu sosegado del río se tornó en la devastación de una caudalosa riada. La dulzura de la miel se agrió y la brisa de estío arrastró una demencial tormenta. Me agredía y me maltrataba a diario porque según decía, era una mujer estéril, que a esas alturas ya debía haber concebido. No entendía por qué mis entrañas se negaban a darle hijos.
–Es pronto aún, –musitaba yo entre sollozos– deja pasar más tiempo.
–¡Cállate, inútil! Eres una fracasada.
Yo lloraba amargamente. Mis lágrimas eran un pequeño riachuelo que desaguaba lentamente las aguas fecales del desprecio que me profesaba aquel hombre. Un día me agredió brutalmente y luego me echó de casa. Sin atisbo de piedad, me arrojó a la calle. Me empujó con tal encono que mordí el polvo del camino.
Aterrada corrí a casa de mis padres donde poco a poco fui curando las heridas. Cuando descubrí que estaba encinta fui incapaz de contarlo a nadie por miedo de que llegara a sus oídos y me obligara a volver con él. Sin embargo comprendiendo que con el paso del tiempo sería imposible ocultarlo decidí comenzar una vida nueva al otro lado del mar. Este diminuto ser que bulle dentro de mí es el motor que me ha impulsado a abrir mi corazón a otras latitudes, a derruir barreras, porque el mundo debe ser un ámbito sin fronteras, sin puertas cerradas donde todos los seres humanos puedan entrar y salir con plena libertad.
Un golpe de mar me volvió a la realidad. Mi compañera se había despertado. Asustada por el furor de la tempestad comenzó a sollozar. Con un débil susurro me dijo que se encontraba enferma. Sus vísceras se revolvían tan furiosas como aquel vendaval que agitaba las aguas y en varias ocasiones estuvo a punto de hacer zozobrar nuestro bote. Iba a vomitar. Para no arrojar aquel pastoso miasma sobre alguno de los viajeros se inclinó hacia el mar con objeto de expulsar aquellas inmundas aguas que habían devastado su estómago. Yo la sostenía por la cintura para que no cayera. De súbito una ola descomunal golpeó la barca, seguidamente un ingente aguacero se precipitó sobre nosotros. Mis manos tanteando en la doliente oscuridad de la noche sin luceros, buscaron un asidero para no dar con mi cuerpo en el agua. Cuando cesó tan devastador temporal, llenos de estupor observamos que faltaban algunos compañeros, entre ellos Fátima. Desolada comencé a gritar su nombre a los cuatro vientos. Nadie respondió a mi llamada. Tan sólo algún grito lejano se confundía con el furor de la tempestad. A voces supliqué retroceder para rescatar a los náufragos. Todos se negaron porque la noche era tan negra como el carbón y estábamos navegando a la deriva. Nuestros cuerpos mojados tiritaban ateridos y nuestros ojos vertían lágrimas tan salobres y amargas como el agua de aquel mar asesino que había sepultado a aquellos desgraciados en la túrbida oscuridad de sus profundidades. Con los ojos cerrados comencé a rezar para pedir a Alá que me conservara la vida. Cuando los abrí la tempestad se había calmado. A lo lejos se atisbaban algunos puntos de luz, lánguidos aún por la distancia. Eran las luces que alumbraban la ciudad de destino. La playa se encontraba cerca. Mi corazón latía inquieto. La emoción y el miedo me embargaban. Los viajeros comenzaron a echarse al mar. Los vi caminar con el agua a las rodillas. Entonces dejé el bote y corrí en pos de mi destino. La policía me aguardaba. Algunos compañeros habían huido. Yo no tuve fuerzas para hacerlo. Cuando se percataron de mi gravidez, me echaron una manta por los hombros y me ofrecieron un caldo caliente que engullí de un sorbo. Luego me llevaron a una residencia. Estoy esperando que nazca mi hijo. Voy a empadronarlo aquí. Será un ciudadano del mundo. En este país podré educarlo en libertad y en el respeto a todos los seres humanos. Le enseñaré a ser leal y bondadoso, a no agredir jamás a nadie y a considerar a la mujer como un ser de su mismo rango.
AUTORA: ENCARNACIÓN GÓMEZ VALENZUELA

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